29 de mayo de 2012

El maestro pocas pulgas


Elogio de la maragatería (5)


El ejercicio de recordar permite llegar a recovecos que estaban latentes, levemente luminosos como brasas. Pero bastó un soplido de aire para que se avivaran. La memoria no siempre es selectiva. Guarda en sus archivos imágenes buenas y de las otras. Como escribió el poeta “...memoria de una piedra sepultada entre ortigas...” Y la memoria sepultada también afloró.

En el artículo anterior comenté con agrado algunos aspectos de la vida escolar, durante la década de 1970. Esa etapa fue muy feliz, salvo algunos sucesos que seguramente en otra oportunidad comentaré. Alguno de ellos fueron más graves que otros. Pero hubo uno cuyo recuerdo, por desagradable y diría hasta doloroso, todavía permanece: la del maestro irascible. Recuerdo que fue en cuarto año. La maestra titular solicitó licencia maternal y el grupo que yo integraba soportó al suplente durante varios meses. No lo sé, pero debe haber sido la primera experiencia docente del sujeto, ¡y justo nos tocó a nosotros! ¿Qué culpa teníamos? Cosas del destino, seguramente.

El maestro en cuestión por algún motivo especial que sospechábamos pero que nunca nos atrevimos a verbalizar, iba siempre hacia nuestro pelo. Ante la menor señal de charla o distracción de niños de ocho o nueve años, el maestro iba hacia nuestro cuero cabelludo y lo zamarreaba con violencia. Más de uno quedó lagrimeando o llorando literalmente. Era otra época. Y nadie cuestionó al maestro colérico. Sufrimos durante muchos meses los mechones de pelo que quedaban en la mano del maestro desalineado, de apariencia cadavérica. Su pedagogía era el miedo. Muchos maestros eran así y quizás muchos todavía tienen esas prácticas.

Alguien con mucho ingenio, no recuerdo exactamente quién (¿“El Cabeza” Daniel? ¿Rafael? ¿Gabriel o Luis Angel?), propuso en una reunión organizada de apuro en el recreo, regalarle restos de pelos, en el Día del  Maestro. Alguien consiguió un estuche de reloj y yo recuerdo haber ido a la Peluquería de “Tito”, que estaba en 25 de mayo y Asamblea, al lado de la Confitería París. Como era amigo de mi padre, y mi cabeza también era su cliente, fue fácil pedirle algunos mechones de los que estaban tirados en el piso, vaya a saber de qué cliente. Así acondicionamos aquellos cabellos en el estuche y lo envolvimos para regalo. Recuerdo todavía el salón en el que se lo entregamos (entrando a la escuela, a la izquierda). Los ojos soberbios del Maestro brillaron. Y fue muy grande la desilusión, casi humillación que tuvo que soportar. Pero fue la única acción, pacífica, ante todo pacífica, que como alumnos permanentemente humillados pudimos tomar ante la prepotencia cotidiana que ejercía ese docente contra nosotros alumnos, no fieras.

Claro que como siempre sucede, “la venganza será terrible”. El maestro siempre genera una relación de dominio ante sus alumnos. Y aquella protesta que pretendió ser pacífica terminó a los pocos días con un borrador por la cabeza de alguno de mis compañeros.

Hoy, cuando pasaron casi cuatro décadas, sigo manteniendo el peor recuerdo de aquel maestro. Y sé que sigue dando vueltas y haciendo alarde de lo que es la pedagogía. Pero toda aquella generación que lo padeció no me deja mentir, porque lo sufrimos. Y no es porque fuéramos lo que se dice la piel de Judas, pero se ve que el hombre o tenía problemas con el cabello de los demás o simplemente era un tipo de pocas pulgas.

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