Elogio de la maragatería (5)
El ejercicio de recordar
permite llegar a recovecos que estaban latentes, levemente luminosos como
brasas. Pero bastó un soplido de aire para que se avivaran. La memoria no
siempre es selectiva. Guarda en sus archivos imágenes buenas y de las otras.
Como escribió el poeta “...memoria de una piedra sepultada entre ortigas...” Y la
memoria sepultada también afloró.
En el artículo
anterior comenté con agrado algunos aspectos de la vida escolar, durante la
década de 1970. Esa etapa fue muy feliz, salvo algunos sucesos que seguramente
en otra oportunidad comentaré. Alguno de ellos fueron más graves que otros.
Pero hubo uno cuyo recuerdo, por desagradable y diría hasta doloroso, todavía
permanece: la del maestro irascible. Recuerdo que fue en cuarto año. La maestra
titular solicitó licencia maternal y el grupo que yo integraba soportó al
suplente durante varios meses. No lo sé, pero debe haber sido la primera
experiencia docente del sujeto, ¡y justo nos tocó a nosotros! ¿Qué culpa
teníamos? Cosas del destino, seguramente.
El maestro en
cuestión por algún motivo especial que sospechábamos pero que nunca nos
atrevimos a verbalizar, iba siempre hacia nuestro pelo. Ante la menor señal de
charla o distracción de niños de ocho o nueve años, el maestro iba hacia
nuestro cuero cabelludo y lo zamarreaba con violencia. Más de uno quedó
lagrimeando o llorando literalmente. Era otra época. Y nadie cuestionó al
maestro colérico. Sufrimos durante muchos meses los mechones de pelo que
quedaban en la mano del maestro desalineado, de apariencia cadavérica. Su
pedagogía era el miedo. Muchos maestros eran así y quizás muchos todavía tienen
esas prácticas.
Alguien con mucho
ingenio, no recuerdo exactamente quién (¿“El Cabeza” Daniel? ¿Rafael? ¿Gabriel
o Luis Angel?), propuso en una reunión organizada de apuro en el recreo,
regalarle restos de pelos, en el Día del
Maestro. Alguien consiguió un estuche de reloj y yo recuerdo haber ido a
la Peluquería de “Tito”, que estaba en 25 de mayo y Asamblea, al lado de la
Confitería París. Como era amigo de mi padre, y mi cabeza también era su
cliente, fue fácil pedirle algunos mechones de los que estaban tirados en el
piso, vaya a saber de qué cliente. Así acondicionamos aquellos cabellos en el
estuche y lo envolvimos para regalo. Recuerdo todavía el salón en el que se lo
entregamos (entrando a la escuela, a la izquierda). Los ojos soberbios del
Maestro brillaron. Y fue muy grande la desilusión, casi humillación que tuvo
que soportar. Pero fue la única acción, pacífica, ante todo pacífica, que como
alumnos permanentemente humillados pudimos tomar ante la prepotencia cotidiana
que ejercía ese docente contra nosotros alumnos, no fieras.
Claro que como
siempre sucede, “la venganza será terrible”. El maestro siempre genera una
relación de dominio ante sus alumnos. Y aquella protesta que pretendió ser
pacífica terminó a los pocos días con un borrador por la cabeza de alguno de
mis compañeros.
Hoy, cuando pasaron casi cuatro décadas, sigo
manteniendo el peor recuerdo de aquel maestro. Y sé que sigue dando vueltas y
haciendo alarde de lo que es la pedagogía. Pero toda aquella generación que lo
padeció no me deja mentir, porque lo sufrimos. Y no es porque fuéramos lo que
se dice la piel de Judas, pero se ve que el hombre o tenía problemas con el
cabello de los demás o simplemente era un tipo de pocas pulgas.
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