3 de mayo de 2012

Los sonidos de la aldea


Elogio de la maragatería (2)

LOS SONIDOS DE LA ALDEA

Como que han desaparecido. Uno ya casi no los escucha. Fueron compañía en remolonas mañanas o en siestas calientes. Sin embargo, están en vías de extensión: los gritos y sonidos callejeros. 


En un artículo periodístico, el escritor chileno Jorge Edwards dice que “en el inventario de los desastres ecológicos tenemos que incluir la desaparición, o la cuasidesaparición , de los pregones callejeros. La voz humana, con su entonación, su ritmo, su rima, su picardía, su invención permanente de lenguaje, ha sido reemplazada por automóviles, buses trepidantes....”.

Vivimos asediados de escapes libres y demasiados motores. Mucha ensordecedora moto. Mucho ruido, ruidoso y molesto.

Antes que nada se debe reconocer que San José de Mayo es de las ciudades que tiene una marcada identidad sonora. Esa lista es encabezada con orgullo y señorío por las campanadas de la Catedral. Cada cuarto de hora aquella sonoridad recorría todos los rincones de la ciudad. Ni qué hablar cuando en alguna festividad religiosa, los domingos –a veces demasiado temprano- enloquecidas campanadas nos despertaban. Uno creció y se acostumbró a ellas. Hoy, para los que estamos lejos, se las extraña.

“Tiene un silbido amargo/como un cuchillo largo/corta la niebla” escribió Mercedes Rein y Jorge Lazaroff le puso música a El Afilador. También la ciudad fue testigo del sonido agonizante de la armónica de aquel hombre de gorra, bigote finito, barba siempre desprolija, que venía en bicicleta. Los niños que jugábamos en la calle lo mirábamos extrañados porque parecía que el sonido le salía de soplarse los dedos. El afilador, que siempre aparecía los sábados de mañana, se anunciaba con su agudo silbido. Hay menos silbidos, hay menos afiladores.

En las tardes hirvientes de verano, cuando el necesario sueño de la siesta se adueñaba de todo el barrio, todavía resuena en el recuerdo el heladero, o dos, o tres que como se acercaban se alejaban, informando permanentemente de su paso cansado y cargando el frío mensaje de su mercadería.

Hay una costumbre que se ve en las películas pero que nunca escuché, ni en San José ni en ningún otro lugar: la de los vendedores de diarios voceando los titulares de las primeras planas. Pero sí, los canillas anunciando su presencia. No sé si sigue bicicleteando, pero Don Herrera –creo que ese era su apellido-, el diariero, pregonaba todos los domingos con su peculiar “...diario....diario....diariero....diarioooooo....” y paraba en cada puerta, en cada zaguán, que franqueaba para entregar el ejemplar. Siempre era recibido como uno más, con familiaridad, con afecto. Su santo y seña era suficiente.

En los tiempos modernos tienen una mención especial “la columna polidireccional” y los carritos altoparlantes. Estos últimos siempre inoportunos, con ofertas de ocasión o anunciando, en forma demasiado ruidosa, estruendosos bailes. La “columna” –uno de los escasos ejemplos en el país, que en Argentina se llaman “propaladoras”- fiel compañera en la Plaza Treinta y tres, que los transeúntes no atienden y los vecinos padecen. Pero que cuando el silencio manda, se evoca con nostalgia.

Y ya que hubo una mención a los bailes, los sábados a la noche –madrugada del domingo- siempre fue muy difícil de sobrellevar la estridencia de los parlantes del “Club Treinta y tres” en la vieja Yaguarón para quienes vivíamos frente a la Plaza 4 de octubre. Y si el viento estaba para este lado, escuchábamos fielmente los sonidos que provenían del Club Centenario.

Hoy, que uno está lejos de ellos, siente cierta añoranza de esas creaciones urbanas. Quehaceres de una ciudad que siempre se lleva en el corazón y en la memoria auditiva.

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