Por Jaime Clara Fue en un verano furioso de hace muchos años, en que casi un niño, conocí a Abel Soria. Fue en los estudios de CW 41 Broadcasting San José, que ubicados en el fin de la calle Treinta y tres, 890, el número de puerta. Enfrente -donde hoy está la terminal de ómnibus- estaba el Club de bochas Artigas, aunque la memoria se nubla y lo recuerdo más como bar de copas, que de cancha de bochas. Cuando a las dos de la tarde atravesaba el inmenso patio de la radio, al fondo veía, en el estudio A, a la derecha, dos hombres con guitarra en mano, una suerte de "el gordo y el flaco". Uno de ellos era Angelito Rodríguez, ojo desviado, bigote finito, regordete, cara roja, siempre sonriente y el otro, Abel Soria, alto, siempre con un ritmo lento, pausado, cansino, de hablar reflexivo, voz gravísima, cara seria, pero amable y afectuosa. En el estudio C, a la izquierda, detrás de la consola, metida como una cuña entre dos inmensos platos o tocadiscos, la querida Margot Martínez, pasaba avisos, organizaba el programa El Fogón de la tarde, iba de un estudio al otro, fumaba un cigarrillo tras otros, y pegaba el grito con el que arrancaba la audición."Buuuuueeeeenas y saaaaaaaantas....." gritaban, los tres, al unísono.
Abel Soria era una de las voces más conocidas de la radio, por sus payadas, por sus canciones, por sus relatos. Verlo en persona era como encontrarme con Mick Jagger, toda una celebridad para aquel niño, que veía a la radio, como una nave espacial. Era increíble ver, allí, en persona, a aquel hombre cuya foto, caricatura o nombre, era el mismo que el de la tapa de los discos que se pasaban por la radio. Para el niño era todo un descubrimiento.
Soria llegaba siempre con paso cansino, a la misma hora. Su guitarra, en una mano y la carpeta cargada de papeles escritos a máquina, con sus nuevas canciones. Igual, tenía un memoria increíble. Siempre, no solo por sus canciones, dio la nota de hombre sabio. Jamás se lo vio nervioso, alterado, mucho menos despeinado. Siempre impecablemente vestido, demasiado formal para el humor que cantaba y recitaba, y el jolgorio en el que transformaba dos por tres, El Fogón de la tarde. Y a veces, hasta casi filósofo se ponía. Una suerte de Kant local. La regularidad y la sencillez de su vida lo marcaron, pese a ser un poeta reconocido en todo el país, y fuera de fronteras. Se dice que el filósofo alemán hacía un paseo todas las tardes a la misma hora, lo que permitía a los vecinos poner en hora sus relojes. De Soria, se podría decir lo mismo. Con el tiempo, Margot me dejó ser el operador el programa, me sentía en la gloria. Hoy, tantas décadas después, agradezco tanta generosidad.
No tengo palabras para agradecer tan sentidas palabras sobre un amigo de casi 40 años; hablar de Abel no es solo de un poeta, un humorista, un dibujante y pintor sino, -por sobre todas las cosas- de un CABALLERO, un maestro sin pretender serlo, a muchos nos dejó su sabiduría y -en mi caso- procuraré honrarle escribiendo que fue la última sentencia que me dijo por teléfono el día antes de partir: ¡NO DEJES DE ESCRIBIR, HAY QUE HACERLO SIEMPRE!
ResponderBorrarGracias a quienes comparten esta nota magnífica y nos veremos a la vuelta de cualquier acorde, tal vez el 30 de octubre, en San José de Mayo.
José Luis Vizconde